El republicanismo: tradición y presente*
El republicanismo es una concepción de la sociedad política como “res publica”, que es cosa de todos y atañe a todos, considera a los individuos como ciudadanos y es condición y garantía de la libertad. Partiendo de esta definición, el autor de este artículo va desglosando los diferentes aspectos del republicanismo: la libertad, la ley, la “virtud cívica”, el patriotismo, contraponiéndolos con la visión que de estos conceptos tiene el liberalismo. Javier Peña Echeverría es profesor de Filosofía Política en la Universidad de Valladolid.
Con el término “republicanismo” nos referimos ordinariamente a una doctrina o posición política definida por oposición a la monarquía como régimen, que reivindica un gobierno no atribuido de forma vitalicia por herencia a los miembros de un linaje privilegiado, sino propio de los ciudadanos iguales sujetos a la ley común.
Pero en las últimas décadas el republicanismo se ha convertido además en una corriente destacada de la filosofía política. A ello han contribuido historiadores que han corregido la visión de la historia política moderna que prevalecía en el mundo académico, haciendo ver que el liberalismo no es la única base de la teoría política moderna, sino que la precede una tradición republicana cuyo léxico y principios básicos configuraron la política hasta mediados del siglo XIX[1]. A su vez, algunos teóricos actuales sostienen que el republicanismo no es cosa del pasado, sino una alternativa sólida a la concepción liberal de la política y de la ciudadanía[2]. Y esta recuperación y reconstrucción de la tradición ha tenido una notable acogida; son muchos los teóricos actuales que se declaran republicanos o al menos manifiestan su simpatía por el republicanismo, que se ha convertido en una “moda académica”.
Más aún, el republicanismo se ha convertido en una bandera de conveniencia en la práctica política, al ser una etiqueta atractiva que remite a intuiciones y valores arraigados y atractivos, especialmente para la izquierda.
Sin embargo, el republicanismo es algo más que la opción por una forma de gobierno (aunque la incluya), que una moda académica (aunque su recuperación intelectual esté justificada y haya servido para delimitarlo y actualizarlo) y, desde luego, que una etiqueta electoral. Es una concepción de la política construida en un secular proceso, teórico y práctico, que comprende desde la república romana a las repúblicas americana y francesa del siglo XVIII, y cuya tradición teórica arranca de la Política de Aristóteles y continúa en los republicanos romanos, como Cicerón y Tito Livio; los humanistas cívicos florentinos, Maquiavelo, Spinoza, Harrington, Rousseau, Jefferson, etc., y está presente también en otros autores, como Adam Smith, Tocqueville o Marx.
Por otra parte, la tradición republicana, que se ha desarrollado en circunstancias y contextos sociales e intelectuales variados, no se expresa en un cuerpo doctrinal único y sistemático; en su seno hay posiciones diferentes y hasta enfrentadas. Pero creo que es posible una presentación unitaria del republicanismo, atendiendo a ciertos conceptos básicos característicos invocados por sus exponentes pretéritos y actuales.
LIBERTAD Y REPÚBLICA. El republicanismo es, en primer lugar, una concepción de la sociedad política como república, es decir como res publica, cosa que es de todos y atañe a todos, y no es propiedad o dominio privado. Y considera a los individuos ante todo en su condición de ciudadanos, es decir, miembros y partícipes del ámbito público, prioritario respecto a sus intereses particulares. A su vez, esta valoración de lo público está unida a la convicción de que la república es condición de posibilidad y garantía de la libertad.
La libertad es una noción tan importante para el republicanismo como para el liberalismo[3]. Pero sus diferentes concepciones de la libertad se corresponden con visiones diferentes de la relación del individuo con el ámbito público.
Los liberales entienden la libertad como ausencia de interferencia[4]. Alguien es libre cuando no es obstaculizado por otros para hacer aquello que desea y puede hacer. El ámbito de la libertad del individuo, vetado a la intromisión ajena, está delimitado por sus derechos individuales, barreras protectoras frente a cualquiera, y especialmente frente al poder político.
Por su parte, los republicanos conciben la libertad en relación a su opuesto, la servidumbre. Los esclavos, los dependientes, los que son dominados y están a merced de la decisión arbitraria de otro no son libres. Ser libre es ser dueño de sí mismo, ser sui iuris, según la fórmula del derecho romano; disfrutar de garantías frente a la interferencia caprichosa de los demás en sus acciones, no depender de su humor o de su benevolencia, no estar en una condición de inferioridad o dependencia. La libertad puede definirse entonces como ausencia de dominación.
Para un ciudadano, ser libre es no estar sometido a un poder ajeno; no, desde luego, a un invasor, pero sobre todo no a la voluntad arbitraria de un hombre o de una facción de la ciudad. Por eso, los republicanos se han opuesto históricamente a la monarquía, en la que la voluntad de un hombre situado por encima del resto decide a discreción sobre la vida de sus súbditos. La libertad requiere una república, una sociedad en la que ciudadanas y ciudadanos políticamente iguales se rigen por la ley común a todos. Así pues, la libertad individual es inseparable de la libertad política.
No es que la libertad se identifique con la participación en el autogobierno colectivo (lo que Berlin llamó “libertad positiva”); los republicanos valoran igual que los liberales la independencia del individuo. Pero sostienen que su autonomía no se obtiene frente al poder público, sino que se asegura precisamente a través de él: la libertad y los derechos del individuo dependen de la garantía del orden normativo creado y mantenido por las instituciones públicas, que impide la dominación arbitraria de un déspota, individual o colectivo.
En consecuencia, la valoración de la ley y de las instituciones políticas es diferente en republicanos y liberales. Para los segundos, las leyes son restricciones de la libertad, aunque en muchos casos sean aceptables porque proporcionan a cambio otros bienes, como la seguridad; y el poder político es un agente que interfiere y potencialmente amenaza la libertad. En cambio, los republicanos consideran que la ley, como norma universal e igual, es fuente de la libertad, porque impide la interferencia arbitraria de los más fuertes, crea derechos, impide privilegios, e iguala a sus destinatarios. Es verdad que interfiere en la acción de los ciudadanos; pero en la medida en que esta interferencia no sea arbitraria, sino sujeta a principios de imparcialidad y universalidad, y orientada a un interés común, no supone dominación. En términos más concretos: la posibilidad de no ser dominados de trabajadores asalariados, mujeres, inmigrantes, miembros de minorías, está ligada a normas y medidas políticas que impidan el abuso y la explotación. En consecuencia, las instituciones políticas no son en principio una amenaza, sino una condición de posibilidad de la libertad.
LEY Y PODER. Esta tesis plantea la cuestión de la relación entre ley y poder. A lo largo de la historia, la mayoría de los teóricos republicanos, comenzando por Aristóteles, fueron críticos con la democracia, por entender que se trataba de un régimen en el que una facción dominaba al resto, y que por tanto era una tiranía de la mayoría. La república debía basarse, a su juicio, en el gobierno de la ley, la norma racional orientada al bien común, y no al de un grupo, por numeroso que fuera. Por eso buscaron fórmulas que permitieran conjugar y equilibrar los intereses de los distintos sectores sociales, como el gobierno mixto (que combinaba elementos aristocráticos y democráticos), y garantizar que la dirección de la sociedad correspondiera a los ciudadanos más capacitados intelectual y moralmente, como los filtros representativos, los mecanismos indirectos de elección, el bicameralismo. Defendían un republicanismo aristocrático.
Pero ha habido también un republicanismo democrático, más preocupado por el dominio de una oligarquía de ricos y poderosos, que considera que la igualdad (también material) y el autogobierno democrático son necesarios para evitar la dominación y orientar el gobierno al bien común. Para garantizar que las leyes y las políticas se atengan a las necesidades e intereses de los ciudadanos, es preciso que éstos tengan la capacidad de interpretarlos y de participar en la creación de las normas adecuadas y el control de su aplicación; de otro modo, dominará una oligarquía de acuerdo con sus intereses y las leyes reforzarán su dominación, como la Historia nos enseña.
Por otra parte, al democracia republicana no tiene por qué ser poder arbitrario de la mayoría. En primer lugar, porque el republicanismo acentúa el control del gobierno para prevenir la dominación. Los regímenes republicanos idearon desde la Antigüedad mecanismos para asegurar la responsabilidad y rendición de cuentas de los gobernantes y para evitar que algunos individuos acaparasen el poder, como el sorteo de cargos, la rotación en los mismos, la brevedad de los mandatos, la revocabilidad de los representantes, la obligación de rendir cuentas al finalizar su gestión, etcétera. Y en segundo lugar, porque para el republicanismo la participación política ha de estar unida a la deliberación pausada y pública. Y, cabe añadir, para que la deliberación pueda recoger las necesidades y aspiraciones de todos los ciudadanos, y evitar así la dominación, ha de ser inclusiva: estar abierta a la participación de todos los ciudadanos.
VIRTUD CÍVICA Y CIUDAD. Además, la tradición republicana ha asociado siempre la libertad y la república a la virtud cívica, es decir, a la disposición de los ciudadanos a actuar y comprometerse a favor del bien público, anteponiéndolo si es preciso a sus intereses privados. Si la libertad de cada uno depende de la firmeza y prosperidad de la república, los ciudadanos deben dar prioridad a sus deberes como tales para asegurarla. Si no contribuyen al mantenimiento de los bienes públicos, si no están vigilantes frente a las tendencias oligárquicas del poder y frente a la corrupción –la utilización de lo público en beneficio privado-, no tendrán garantía frente a la dominación.
Esta llamada a una ciudadanía activa choca con la concepción dominante en las sociedades liberales modernas, que contempla a los ciudadanos como sujetos movidos sólo por su interés propio, y por eso considera que la demanda republicana de virtud es demasiado exigente y poco realista: la mayoría de los ciudadanos tratará siempre y exclusivamente de maximizar su beneficio particular. Además, la virtud cívica es, desde esta perspectiva, innecesaria, bien sea porque los intereses privados pueden conjugarse espontáneamente produciendo un interés público no buscado deliberadamente por nadie, o porque un adecuado diseño institucional puede suplirla con ventaja, haciendo que los ciudadanos actúen del mismo modo que si fueran virtuosos[5]. Y por otro lado la virtud cívica puede ser peligrosa, pues una política moralizante puede imponerse de modo autoritario, a la manera jacobina, sobre la libertad de cada cual para vivir como quiera, y la pasión política promueve el fanatismo y la intolerancia. Según este planteamiento, la política es una actividad costosa, ajena al interés de la mayoría de los ciudadanos, que deben dejar en manos de los profesionales de la clase política su ejercicio, castigando mediante su voto a quienes no actúen a favor de sus fines privados.
Pero sin disposiciones de confianza mutua y cooperación no es posible la convivencia sin recurrir constantemente a la coacción. Y la mayoría de los republicanos cree que ni aun las mejores instituciones son suficientes para asegurar el buen orden de la sociedad y el bien común. El sistema institucional se pervierte si no es sostenido por la participación de ciudadanos activos que velen para que sirva al interés común y no se convierta en un vehículo de intereses y beneficios de unos pocos. Es necesario que los ciudadanos estén dispuestos a cumplir las normas por convicción, que se consideren responsables de lo público, que dediquen tiempo y esfuerzo a informarse de los problemas comunitarios e intervenir al respecto[6].
La demanda de virtud cívica puede justificarse, por tanto, como condición de la libertad individual, incluso entendida como disfrute de un ámbito seguro de acción no interferida. Esta concepción instrumental de la virtud cívica al servicio de la autonomía privada ha sido sostenida por buena parte de los republicanos, pero no es la única posible. Sin necesidad de considerar que la vida buena se agota en su dimensión política, la corriente del republicanismo que procede de Aristóteles y del humanismo cívico entiende que el bien privado de los ciudadanos está inseparablemente unido al bien de la república; excluidos o apartados voluntariamente del ámbito público, de la garantía del poder común y de sus normas, los ciudadanos no serán dueños de sus vidas, sino que quedarán a mercede de poderes ajenos[7]. La disposición cívica es algo más que un medio que hace posible vivir como se desee; forma parte de la aspiración a vivir dignamente, como un sujeto libre, que no se resigna a ser súbdito, cliente que vota a cambio de su ración de servicios, ciego y mudo ante los abusos de los poderosos. Pues este republicanismo presupone que el propio interés no es la única motivación, y que la vida según la virtud (que no es devoción ciega a la colectividad, sino que implica conciencia reflexiva y deliberación) puede ser satisfactoria por sí misma.
Otra cosa es que la tradición republicana haya sido bien consciente de la dificultad de la virtud y se haya afanado por idear procedimientos e instituciones que permitiesen compensar la escasez de virtud y establecer controles y garantías para evitar la corrupción. Al tiempo que afirma la posibilidad de la virtud, adopta una posición realista: no da por descontada la corrupción[8].
CRÍTICAS AL REPUBLICANISMO. La exigencia republicana de virtud cívica parece implicar una representación de la comunidad política y de la relación entre individuo y comunidad que hace al republicanismo particularmente vulnerable a la crítica. Los defensores de la sociedad comercial, como Hume, denunciaron ya en el siglo XVIII que la ciudadanía republicana se basaba en una absorción del individuo por la colectividad, cuya independencia e interés se convertía en el fin único, que anulaba a los privados. Más tarde, Constant afirmó que la “libertad de los antiguos” consistía en la participación activa en el poder colectivo, con la contrapartida del control social exhaustivo de las relaciones privadas. Por otra parte, la intensa solidaridad con los conciudadanos iba unida con un particularismo hostil, o todo lo más desinteresado respecto a los forasteros. Hoy, la crítica liberal se dirige la comunitarismo, a menudo identificado con el republicanismo[9].
Pero los exponentes del republicanismo renovado sostienen que no deben confundirse republicanismo y comunitarismo. Aunque comparten la crítica del individualismo liberal y el aprecio por la dimensión comunitaria, no conciben la comunidad política del mismo modo.
Mientras la comunidad de los comunitaristas es una comunidad “densa” y homogénea, fundada en valores compartidos que proceden de una tradición que define la identidad colectiva previamente a la voluntad de sus miembros, que le deben adhesión y lealtad, la ciudad de los republicanos es una comunidad construida por las leyes e instituciones construidas por al voluntad de los ciudadanos. No requiere homogeneidad cultural, ni adhesión incondicional; sólo participación y compromiso con las instituciones republicanas y con los principios del propio proceso democrático. En suma, no es una comunidad ética sino una comunidad política, constituida por la deliberación y decisión de sus ciudadanos.
Por eso, aunque los republicanos exalten sus propias tradiciones (en cuanto proporcionan ejemplos valiosos), no necesitan unidad cultural ni una moralidad sustantiva común. El republicanismo no tiene por qué ser perfeccionista. La ética política republicana reclama una virtud exclusivamente cívica, referida a la conducta pública de los individuos como ciudadanos.
Es cierto que ha sido históricamente un rasgo constante del republicanismo el elogio del patriotismo, que parece llevar consigo tanto particularismo como vinculación primordialmente afectiva a una ciudad, ante todo por ser la propia, lo que puede inducir a asociar republicanismo y nacionalismo. Pero Viroli sostiene[10] que el patriotismo republicano se refiere a la república como conjunto de instituciones que sustenta la libertad común, mientras que los nacionalistas atienden a la identidad étnica o cultural de un pueblo; por eso el amor a la patria republicano es una pasión artificial, que se nutre por el ejercicio político de la participación y el gobierno, mientras que para los nacionalistas es un sentimiento natural que debe ser protegido de la contaminación con lo extraño. El patriotismo republicano es particular, porque es un compromiso con una república particular, pero no particularista, porque no invoca raíces culturales o étnicas irrepetibles, sino normas e instituciones cívicas, construidas por los ciudadanos.
En conclusión, lo que el republicanismo aporta a la teoría y la práctica políticas de hoy no es un programa de acción, sino un enfoque normativo que puede orientar la respuesta a la actual privatización de la vida pública y al desplazamiento de lo político en el control de la sociedad, por medio de la recuperación de la ciudadanía que delibera y actúa conjuntamente en el espacio público.
* Artículo de Javier Peña Echevarría aparecido en la revista Disenso nº 43, Abril de 2004.
[1] Entre ellos J.G.A. Pocock: The Machiavellian Moment: Florentine Political Theory and the Atlantic Republican Tradition, Princenton, NJ, Princenton University Press, 1977 (traducción española en Madrid, Tecnos, 2002), así como Virtue, Commerce and History, Cambridge, Cambridge University Press, 1975, y Q Skinner, Los fundamentos del pensamiento politico moderno, México, FCE, 1985, “The republican idea of political liberty” en Bock, G., Skinner, Q. y Viroli, M: Machiavelli and Republicanism, Cambridge, Cambridge U.P. 1990 y Liberty before Liberalism, Cambridge, Cambridge U.P. 1998
[2] Ha tenido particular resonancia la obra de Philip Pettit: Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Barcelona, Paidós, 1999 (traducción de A. Doménech).
[3] También el liberalismo es una tradición plural; aquí me referiré igualmente a un “núcleo típico”.
[4] La referencia típica es I. Berlin: Two Concepts of Liberty, Oxford , Oxford University Press, 1958. Versión en español en Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1988, pp. 187-224.
[5] Esta sustitución de la virtud por las instituciones caracterizaba a la república de Venecia (Pocock) y al modelo de controles mutuos y equilibrios concebido por Madison (El Federalista, nº 51), en el que ambiciones e intereses deben contrarrestarse mutuamente.
[6] Las políticas sociales, la defensa del medio ambiente, el disfrute garantizado de los derechos individuales, no pueden desarrollarse sin la colaboración activa de los ciudadanos. Y el repliegue de los ciudadanos a lo privado impide articular repuestas ante la invasión de los poderes privados sin control.
[7] Ya Tocqueville advertía que los individuos egoístas modernos, replegados en su interés individual, “para velar mejor por lo que ellos llaman sus asuntos, descuidan el principal, que es seguir siendo dueños de sí mismos” (La democracia en América, Madrid, Alianza, 1980, volumen 2, p.122)
[8] Cf. Domènech, A. (2002): “Individuo, comunidad, ciudadanía” en Rubio-Carracedo, J.; Rosales, J.M.; Toscano, M. (eds.): Retos pendientes en ética y política. Madrid, Trotta, así como Ovejero, F.: La libertad inhóspita. Barcelona, Paidós, 2002.
[9] Ciertamente, pensadores usualmente considerados comunitaristas, como Sandel o Taylor, se consideran a sí mismos republicanos.