Cuando hablamos de republicanismo nos solemos referir a una posición política que rechaza la monarquía, que se opone a ese régimen en el que los miembros de un linaje privilegiado disfrutan de la jefatura del Estado por herencia y de forma vitalicia. Sin embargo, tal postura antimonárquica no es más que la consecuencia que se deriva de una concepción de la democracia y la ciudadanía, cuya estela surge con la polis griega, con la república romana y las ciudades renacentistas, y que habría de manifestarse también en las experiencias revolucionarias de Norteamérica y Francia durante el siglo XVIII.
Desde aquellos tiempos disponemos de una visión de la sociedad como cosa pública, como cosa común, propia del pueblo, que, por encima del dominio privado, atañe y pertenece a todos los ciudadanos, hombres y mujeres, quienes al luchar por emanciparse generan unas normas e instituciones que son expresión de su voluntad colectiva.
Por tanto, nada más opuesto a la esclavitud, a la servidumbre, a la dependencia y al miedo. Nada más cercano a la libertad, la igualdad y la ausencia de dominación.
Somos libres cuando somos dueños de nosotros mismos y poseemos un sistema de garantías legales frente a la interferencia arbitraria de cualquier poder. Garantías frente a la existencia misma de quienquiera que –por el hecho de detentar cierta potestad o por el simple peso con que nos lastra una tradición– piense que no podemos respirar sin su venia, ni actuar sin el plácet de su merced.
La república es un orden social donde los ciudadanos, cara a cara, sin estar obligados a bajar la mirada ante nadie, dirimen su futuro bajo la guía del interés común, organizados en torno a unas leyes que, a la vez que protegen los derechos iguales de todos, impiden los injustos privilegios de algunos.
VIRTUD CÍVICA. Es así cómo el republicanismo dibuja un mapa valorativo, donde se invierte la hegemonía de lo privado que caracteriza a nuestro mundo en la actualidad. De lo que se trata, por el contrario, es de articular un nuevo ámbito público con un gobierno horizontal, entre iguales, que ofrezca la seguridad de no ser avasallado por nadie y reconozca la capacidad de cada cual para participar en la definición y protección del bien común. Con lo cual, la pervivencia de ese espacio colectivo se halla íntimamente relacionada con la existencia de una virtud cívica, que –insumisa frente a las demandas de las corporaciones, las finanzas o los mercados– supone la firme convicción de que nuestro interés primordial radica en la preservación y prosperidad de la comunidad libre a la que pertenecemos.
La virtud cívica, por ello, equivale al afán de cooperación mutua, a la imprescindible participación activa e ineludible corresponsabilidad general, como la mejor manera para evitar que lo público se convierta en un mero instrumento de los intereses particulares. E implica el compromiso voluntario a resistir contra las tendencias oligárquicas que, a la sombra de la realidad de nuestra democracia, corrompen lo que tocan por buscar sólo el beneficio privado.
En este sentido, la república es sinónimo de autogobierno democrático, de movilización popular que, más allá de cada subasta electoral, se manifiesta en una autodeterminación permanente. Porque para que las leyes respondan a las necesidades e intereses de los ciudadanos es preciso que éstos se comporten como tales. Es decir, que no sólo tengan la posibilidad de deliberar y decidir en los asuntos públicos, sino que, realmente, lo hagan, que participen en la creación de las instituciones y políticas que estimen adecuadas, contribuyendo día a día, con su fiscalización y control efectivos, a evitar que se imponga el despotismo, la tiranía o el abuso de cualquier clase de poder.
En suma, tal disposición cívica representa, sencillamente, la aspiración de todo ser humano a vivir con dignidad, a que no se le considere un súbdito, ni mero cliente electoral, sino a ser tratado como uno más, junto a otros, ciudadanas y ciudadanos, con respeto, reconocimiento y, por supuesto, en pie de igualdad.